Landa

LOS QUE hoy odian el cine español no imaginan con qué vigor los jóvenes de los años 60 y 70 odiaban el landismo. El landismo era lo que había que enterrar en el mar, una España y un cine horrorosos. A extirpar.

Y se extirpó. Lo que pasa es que hay cánceres que se reproducen. Las televisiones y no pocos cineastas nuevos –pero viejos– han vuelto a revitalizar una España obscena y ordinaria bajo cuyos restos putrefactos se va a ahogar al menos una generación.

Odiar el landismo dificultaba querer a Alfredo Landa. El milagro fue posible porque Landa demostró ser un grandísimo actor, que en aquel centón de películas espeluznantes sólo empleaba el quince por cien de sus asombrosas cualidades.

Los actores que hacen reír suelen ser los mejores. Hacer reír requiere –físico, gestualidad, movimiento, ojos– ser capaz de ponerse en situación de resultar risible. Y quien es risible ya es patético. Y quien, utilizando su oficio de actor, aparece como risible y patético, está a un paso de poder ser dramático, que es lo que somos todos: risibles, patéticos y dramáticos. Pero, por más que actuamos a diario, no somos grandes actores como Landa, José Luis López-Vázquez, Juan Luis Galiardo o Fernando Fernán-Gómez. Como lo es José Sacristán.

Siempre me ha gustado más la manera con que Sacristán ha asumido e incluso defendido aquel cine en el que también estuvo metido. Por las personas. Landa, con la necesidad de crecerse de los bajitos, reivindicaba el landismo por vanidad. La vanidad de los actores es infinita y sólo comparable a su terrible fragilidad, a su pánico comprensible a pasar de moda. Viven en el alambre sobre el mayor de los abismos: dejar de gustar. Nosotros también dejamos de gustar, pero podemos trampear. Nuestro teléfono suena. El suyo, no.

La posmodernidad y el cine de barrio abrieron paso a una mentalidad sin fuste que ha permitido considerar que todo vale. El landismo sólo vale, en efecto, como material deformado para la Historia de un tiempo espantoso.

El que valía –como otros– era Alfredo Landa, y lo hizo evidente, en cuanto pudo, en una docena de películas. En muchas más de cien desperdició, aunque dejó entrever, sus portentosas cualidades. Ése es un motivo por el que deberíamos repudiar un tiempo infame, con compasión y lealtad hacia nosotros mismos y quienes lo compartieron.